Hanibal Henriot


fotografía: Bansky

Por Hanibal Henriot

Jerusalén, 2 de Mayo, a alguna hora de la tarde. Un bus con chofer palestino recoge a un grupo de pasajeros en el lado palestino. Algunos de ellos, molestos por la larga espera, imprecan al conductor, lo llaman indecente, cerdo, perro o esclavo de los judíos que en esa extraña jerga tienden a significar lo mismo. Ofendido, a su vez, el hombre les responde y se dispone a enfrentarlos, cuando un anciano se interpone para calmar los ánimos; de todas formas lo que todos quieren es llegar al otro lado de la ciudad. Abdullah observa la escena en silencio, piensa en que todo esto es culpa de los judíos; los palestinos enfrentándose entre sí, la miseria que carcome a las familias de su pueblo, los niños vagando por las calles plagadas de escombros, viviendo como refugiados en su propia tierra. La gente sigue subiendo hasta repletar el bus. Antes de partir, sube un vendedor de periódicos.
Dos noticias dominan la portada. En una, se describe la conmoción aún reinante en la comunidad internacional y el temor que se apoderó de los estadounidenses luego del atentado contra el Pentágono, ocurrido el día de ayer; que dejó tantos muertos y heridos, y tantos millones en perdidas; un golpe al poderío militar y a la capacidad logística de la superpotencia como nunca se había dado en la historia. Lo sorprendente, es que al parecer el autor de la tragedia fue uno de los mismos oficiales que trabajaba en el recinto, y que eligió morir en la explosión, como revela la carta que mandó a la redacción del Washington Post esa misma mañana. La otra noticia habla sobre un dictador loco de Latinoamérica, que en su delirio quemó la capital de su país para impedir que cayera en manos de sus adversarios políticos. Abdullah confuso, afligido, sin ganas de continuar, pasa el resto de las noticias internacionales; estos infieles, no saben mas que destruirse entre si y destruir a los demás. De los artículos de interés nacional, solo uno consigue llamar su atención. Anónimos rebeldes han incursionado, nuevamente, contra el muro de Cisjordania; destruyeron otro tramo. Las labores de reconstrucción empezarán la semana siguiente, puesto que la presencia del muro se considera de vital importancia para la seguridad de Israel. Sin pensar sonríe.
Cerca de su estación, lo esperan tres hombres en un departamento. Inmediatamente después que entra cierran la puerta. Se saludan afectuosamente. Uno de ellos conduce a Abdullah a un cuarto especialmente preparado, con velas en el piso alrededor de una pequeña alfombra, las paredes adornadas con imágenes y una palangana llena de agua. Cuando queda solo, se arrodilla para adorar al Altísimo, al Omnipotente; para que lo acompañe a cada paso del camino y guíe su mano y no la deje desfallecer a la hora de hacer justicia. Finalmente, moja su rostro, sus brazos, su torso. Se viste con ropa blanca, recién lavada. Se despide afectuosamente, se va.
Otro bus lo lleva a donde se dirigía, una zona también residencial, pero más acomodada. Baja frente a una sinagoga repleta, pues se celebraba un bar mitzvá. Al entrar escucha las palabras del rabino remontándose a Abraham, a quien Dios prometió dar esta tierra en herencia a su descendencia, y luego, favoreció a Moisés para que pudiese sacar a su pueblo de la esclavitud y devolverle lo que por derecho le pertenecía. Ustedes, que hoy transitan a la adultez, ténganlo presente. Este es también su legado, y ahora es también su responsabilidad defenderlo; y no necesariamente con las armas, pues como sabía bien David, la mejor arma es la inteligencia y el mejor escudo el conocimiento, como demostró Salomón, cuando… De pronto, Abdullah se para de golpe y grita:
- “Ni tu inteligencia ni tu sabiduría podrán salvarte de esto, miserable judío”.Entonces, acciona el mecanismo y explota dentro de la sinagoga, pocos segundos antes de que el pánico se generalice, las mujeres griten, la gente trate de salir a empujones del edificio y tres hombres que se le habían abalanzado le caigan encima.



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